Es una verdad universalmente admitida que un hombre soltero y poseedor de una gran fortuna necesita una esposa.
Empezar con una frase que incite a seguir leyendo es el primer objetivo de cualquiera que escriba un libro (a excepción de Kafka, tal vez, que no quería ser leído). Como saben quienes escriben y quienes leen con atención, es más importante —y más difícil—terminar bien un libro que empezarlo; pero si llegamos al final es que ya lo hemos leído, mientras que al abordar la primera frase aún no hemos decidido leerlo, o podemos cambiar de opinión. La primera frase de un libro es el equivalente literario de la primera impresión que nos llevamos al conocer a alguien, y esa es una de las causas del consabido terror a la página en blanco.
«It is a truth universally acknowledged, that a single man in possession of a good fortune, must be in want of a wife». ¿Por qué nos atrapa un comienzo como este? ¿Por qué se convirtió en una de las frases más conocidas y celebradas de la literatura inglesa? Es una afirmación banal, un tópico insulso. Y precisamente por eso nos intriga: ¿por qué empezar una novela con una supuesta obviedad? Para cuestionarla, probablemente, o para presentar un caso en el que esa «verdad universalmente admitida» no es toda la verdad y nada más que la verdad. Especialmente si la novela se titula Orgullo y prejuicio. En pocas palabras, esa primera frase que aparentemente no dice nada, pues se limita a repetir un tópico, nos anuncia varias cosas y nos invita a hacernos algunas preguntas.
Del diálogo del título con la frase inicial deducimos que un hombre soltero y muy rico conocerá a una esposa potencial, y que el encuentro será conflictivo, pues los nombres propios de los protagonistas, que en otras famosas historias de encuentro titulan adecuadamente la obra —Dafnis y Cloe, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, Hermann y Dorotea—, son sustituidos por dos nombres comunes, y además abstractos, lo que confiere a la novela un cierto aire de alegoría o auto sacramental: vamos a asistir al enfrentamiento de un gran pecado individual, el orgullo, y un gran vicio colectivo, los prejuicios. Y la pregunta que surge inmediatamente, y con la que la novela juega de forma magistral, es: ¿puede haber un vencedor en tal contienda?, ¿no llevará necesariamente a la ruina a ambos protagonistas? La situación recuerda la paradoja física de la fuerza irresistible que choca con un objeto inamovible. Y aunque en el fondo sepamos, puesto que se trata de una novela romántica, que el amor acabará doblegando el orgullo y derribando los prejuicios, la autora llega a convencernos —apelando a un segundo nivel de la «suspensión de la incredulidad»— de que el conflicto es irresoluble. Una de las claves del éxito de la novela es que consigue una «fusión de contrarios» aparentemente imposible: la del poder catártico de la tragedia con el reconfortante bálsamo de un final feliz. Consigue, sin trucos ni artificios, un efecto pendular parecido al de esas historias tramposas en las que se mata a los protagonistas para resucitarlos al final.
Orgullo y prejuicio, al igual que Sentido y sensibilidad, la primera novela de Jane Austen, es una historia triste con final feliz. Como algunos cuentos de hadas cautivadores y terribles. «Los cuentos maravillosos —dice Chesterton— nos enseñan dos cosas: que hay ogros y que podemos vencerlos». La obra de Austen —así como su accidentada biografía— nos enseña, además, que los ogros los llevamos dentro. No deja de ser significativo que haya inspirado el delirante pastiche Orgullo y prejuicio y zombis, novela de Seth Grahame-Smith (llevada al cine por Burr Steers en 2016) en la que las hermanas Bennet son aguerridas luchadoras que, a la vez que afrontan sus complejos problemas sentimentales, tienen que lidiar con los muertos vivientes que intentan devorarlas. Toda una metáfora.