Determinar los motivos que nos permiten considerar un libro como un clásico puede ser unas de las discusiones más vehementes e interminables de la literatura. También habrá quien añada que es de las más absurdas e inútiles. Sin embargo, más allá del debate crítico o intelectual, considerar o no un libro como clásico puede tener consecuencias reales. La primera y más importante es el prestigio que conlleva esa titularidad, que hace que un libro pueda entrar o no en los programas educativos de institutos y universidades. Otra consecuencia significativa para librerías, tanto para libreros como para clientes, es dónde pueden encontrar los libros, si es que la librería se ha atrevido a incluir una sección de clásicos. No es que sea un drama para los usuarios de librerías no encontrar un libro; si tal es el caso, basta con consultar al primer librero que aparezca ante tus ojos y al momento tendrás el libro buscado en tus manos. Pero estas secciones –no todas las librerías las tienen– son un lugar estupendo para averiguar qué es lo que hace que un libro se convierta en clásico. Al fin y al cabo, si el librero incluyó un libro en ella fue siguiendo un criterio muy simple: pensó que era el sitio más probable donde alguien buscaría ese libro.

El criterio más habitual para determinar si un libro es un clásico suele ser su calidad literaria. El problema es que el concepto de calidad literaria es algo más que discutible, que muchas ocasiones entra dentro del terreno de lo subjetivo. Además, si se dan una serie de circunstancias puede ocurrir que se conviertan en clásicos libros que generalmente se consideran mediocres. Ocurre con La cabaña del tío Tom de Harriet Beecher Stowe, que a pesar de no ser un gran libro se etiqueta como clásico por la repercusión que tuvo, ya que fue la novela más vendida en el siglo XIX —y el segundo libro más comprado de la época después de la Biblia—, y consiguió darle un impulso enorme a la causa abolicionista en los Estados Unidos, ayudando a precipitar de alguna manera la Guerra Civil.

Existen muchos otros criterios para determinar si un libro es un clásico. Se suele decir que el clásico ha conseguido resistir la prueba del tiempo, que está lleno de verdades universales y eternas, que es capaz de sintetizar el espíritu de la época en la que fue escrito, que tuvo una especial repercusión en su momento o posteriormente o que fue desafiante o innovador en algún aspecto. A esto podemos añadir algunas ambigüedades más, como que son libros que tienen algo importante que decir o que logran algo así como la perfección estética. También se puede recurrir a elementos más objetivos, como que ha sido estudiado y avalado por expertos o que ha aparecido en alguna colección prestigiosa. La fecha de publicación es, por último, otro requisito habitual, tanto que ha sido necesario acuñar el término de «clásico moderno», como para aclarar que la etiqueta de clásico en estos casos hay que ponerla en cuarentena.

Sin embargo, este último criterio ofrece más dudas que certezas. Si preguntáramos a Harold Bloom qué es un clásico, el crítico estadounidense no dudaría en darnos una respuesta. Son clásicos todos los libros que entran dentro de El canon occidental. Por supuesto que no hay duda cuando se habla de escritores que han servido de pilares para la tradición literaria occidental. No se dudaría en incluir autores como Dante, Shakespeare, Cervantes, Tolstói, Wordsworth, Montaigne, Joyce, Dickens, Neruda, Emily Dickinson, Walt Whitman, Proust, Beckett o Borges. A estos se podrían añadir otros como H.G. Wells, George Orwell, Aldous Huxley o Tolkien. Ahora bien, a medida que nos vamos acercando al presente la lista se vuelve difusa. ¿Se pueden incluir autores como Roberto Bolaño, Kurt Vonnegut, Toni Morrison, Don Delillo, Gore Vidal, David Foster Wallace, Haruki Murakami o Paul Auster? ¿Podríamos incluir a J.K. Rowling? ¿Qué hace falta para que podamos decir que la autora de Harry Potter es ya un clásico o, para los más reticentes, un clásico moderno?

Podemos excusarnos en que nos falta perspectiva, pero lo cierto es que somos muy rápidos para encumbrar a algunos autores y con otros parece que nunca llegamos a tener la perspectiva suficiente. En su ensayo ¿Por qué leer a los clásicos? Italo Calvino define una obra clásica como aquellos libros que «nunca terminan de decir lo que tienen que decir» y más adelante añade que cada uno de estos libros tiene una forma equivalente al universo, como si fueran antiguos talismanes. Una vez más nos movemos en territorios pantanosos, difícilmente definibles. Nadie pondría en duda que 2666 o La broma infinita cumplen con estos requisitos, pero en muchos otros casos depende más de la percepción de cada lector. Volviendo a la calidad literaria, El manantial de Ayn Rand se suele considerar un clásico a pesar de que es una mala novela. Se puede decir que este libro ha afectado y mucho a las vidas de bastantes personas, se podría incluso decir que no parece terminar de decir nunca lo que tiene que decir, pero ¿no podríamos afirmar lo mismo de Harry Potter? Calvino añade que los clásicos son libros que llegan hasta nosotros con las huellas de lecturas anteriores y que arrastran sus propias huellas sobre la cultura o culturas por las que han pasado. Una vez más, ¿no podemos afirmar esto de los libros de Harry Potter a pesar de que nos falte la supuesta perspectiva?

Si nos atenemos al criterio de Calvino de que el libro no termine de decir lo que tiene que decir, el concepto de clásico resulta más individual que social. Personalmente sentí esa sensación al leer La carretera de Cormac McCarthy o Ensayo sobre la ceguera de José Saramago –y muchos otros de sus libros–. Basta con sentirse profundamente conmovido por un libro para que se cumpla el requisito de Calvino. Finalmente, resulta que el prestigio social de un libro se construye con las impresiones individuales de los lectores. Ahora bien, lo que ocurre es que los juicios de valor de cada lector tienen distinto peso. No es lo mismo que un libro se elogio en un influyente medio cultural o que lo haga un destacado crítico literario a que lo haga un adolescente o un adulto cualquiera sobre un libro de YA. Por eso, temeroso ante la idea de que J.K. Rowling pudiera convertirse en un clásico, Harold Bloom se vio en la obligación de arremeter contra Harry Potter.

Esta es la razón por la que nunca dejaremos de discutir sobre qué es lo que convierte a un libro en clásico y sobre qué libros lo son. Es una batalla de lectores individuales que terminan incluyendo en la colectividad. Paradójicamente, sea lo que sea un clásico, parece que el concepto no es inmóvil. Y es necesario que así sea.

FUENTE: La Piedra de Sísifo