«No hay ningún fracaso», dijo el novelista alemán Botho Strauss, «ni la enfermedad, ni la ruina profesional o económica, que tenga un eco tan cruel y profundo en el subconsciente como un divorcio. Penetra hasta el núcleo de la angustia, resucitándola. La herida provocada es más profunda que toda una vida». La cita aparece, letras blancas sobre fondo negro, al inicio de Infiel, la inquietante película guionizada por Ingmar Bergman. ¿Por qué resulta el divorcio una experiencia de tan agónico desconsuelo?
Los matrimonios concertados disponen del más poderoso de los pegamentos: el interés, el puro interés crematístico de clanes familiares. A los matrimonios voluntarios, sin embargo los une el más voluble de los nexos: el amor. En los matrimonios de libre elección, à la occidental, se combinan, pues, dos elementos: el sentimental y el institucional. Por un lado, el matrimonio es la institución que empareja a dos individuos para acometer conjuntamente la onerosa tarea de la crianza de la prole, hacerse compañía en la travesía vital, prestarse mutuo apoyo cuando sobrevenga la vejez con sus miserias. Por otro lado, el matrimonio se sostiene sobre una relación sentimental y he ahí la cesta donde ponemos los huevos más valiosos de nuestro ser. Nuestras relaciones sentimentales constituyen nuestra auténtica apuesta vital, muy por encima de las laborales, familiares o amistosas. En ninguna otra empresa de nuestra vida invertimos una porción semejante de nuestro capital personal; en ningún otro de nuestros proyectos consumimos tanta energía y depositamos tantas ilusiones como en el de amar y ser amados. El divorcio supone la demolición de una institución y con ella saltan por los aires dos proyectos vitales que se creían vitalicios y dos corazones que se sintieron unidos en eterna comunión.
Pero Jay está dispuesto a poner punto final a tanta sordidez. Abandonará mañana mismo a su mujer —e hijos—. «Mañana por la mañana, cuando la mujer con la que he convivido durante seis años se haya ido a trabajar en su bicicleta y nuestros hijos estén en el parque jugando con su pelota, meteré unas cuantas cosas en una maleta, saldré discretamente de casa, esperando que nadie me vea».
Hay algo más desgarrador que dejar de amar: arrepentirse de haber amado. Qué truculento lamentarse por haber dispensado nuestro más valioso sentir a quien —ahora lo vemos— no era digno. Qué atroz cuando el personaje de Kureishi mira atrás y piensa: «Aquella primera vez que ella puso su mano sobre mi brazo… ojalá le hubiese dado la espalda».
Arvid es un hombre derrotado (previa tragedia anterior a la del divorcio). Su vida ha adoptado el típico cariz bohemio del artista, acechado por un insomnio que entretiene deambulando por las calles de Oslo, enfangadas de nieve sucia; en bares donde conoce a mujeres con quienes mantiene encuentros de un patetismo adolescente; en las horas muertas de su coche, que ha convertido en su hogar.
Ya ven: como toda tragedia, el divorcio dispone también de sus Sófocles.