En Londres, a finales de los setenta, salí con una joven que leía a Hobbes. Y en latín. De hecho, me dejó precisamente por un profesor de latín; el hombre preparaba una tesis sobre Tibulo, cosa que se le antojaba el no va más, y a mí una impostura. Aunque habría que haberme visto a mí persiguiendo a Meredith para que dirigiera la mía sobre Sor Inés de Sotosalbos; aceptó cuando vio en mi expediente que una vez Lázaro me diera sobresaliente. Eso sí, en septiembre: en junio me había calzado unas calabazas como un campanario. “Vuelva en septiembre, maño”, me había dicho mientras consultaba los resultados del Real Zaragoza en el As. “Ah, Lázarus”, reía jovial Meredith al oírme. Meredith me oía, pero nunca me escuchaba: él, a lo suyo. “Hay más matices en un verso de San Juan de la Cruz que en todo el Leviatán”. Yo me acordaba de la chica que leía a Hobbes y me moría de risa; Meredith soltaba pestes de Hobbes. Lo llamaba, con mucha familiaridad, Tom, y cuando se venía arriba, Tommy. “Dear Tommy, he has, you know?, mucho teatro”. Decía lo de “mucho teatro” en español, una gracia que encantaba a las hispanistas jovencitas, ya sabía él lo que se hacía, depredador impenitente, asalta-cunas, rompe-bragas.

La verdad es que las chavalas que leen, jovencitas o mayorcitas, son atractivas, sean hispanistas o no. Y si lucen gafas, más. Hoy eso es fácil: hay mil gafas diferentes, a cual más pintona, pero hace cuarenta años el panorama era soviético. Hace cuarenta años no había gafas: había choflas. Tú te calzabas unas choflas y habías muerto como objeto erótico, y no se me rían que uno ha sido muy castigador. Yo tengo ligado en la mitad de los campus de Europa, y perdonen la inmodestia. En La Sorbona ligué gracias a Unamuno, como ya he contado en otra parte, y en los cursos de verano de la Complu gracias a Garcilaso.

“¿Quién me dijera, Elisa, vida mía,
cuando en aqueste valle al fresco viento
andábamos cogiendo tiernas flores…?”

La chavala era onubense y diciendo Garcilaso con acento de las marismas, irresistible. Aún me encampano al recordarla en El Escorial paseando por el Jardín de los Frailes mientras el aire que bajaba del Abantos meneaba las encinas de La Herrería y mi alma pecadora, ya de paso.

El embocao de Cebreros hacía el resto.

Rocío, que es como se llamaba, se arrancó con la primera égloga a la una de la mañana; esperaba que la besase, claro, pero no anduve fino y me puse a recitar también, cultito y soplagaitas.

“El cielo en mis dolores
cargó la mano tanto,
que a sempiterno llanto
y a triste soledad me ha condenado.
Lo que siento más es verme atado
a la pesada vida y enojosa,
solo, desamparado,
ciego, sin lumbre, en cárcel tenebrosa”.

Total, que me besó ella, y horas después, refugiados en su cuarto, me despedía al rayar la mañana, como las chavalas de los cancioneros despedían a sus amantes. “Con el alba partid, buen amigo, con la primera luz del día partid, sin compañía”.

Me fui, qué remedio, y treinta y tantos años después evoco, mohíno y melancólico, su recuerdo y el de las horas que pasamos juntos dale que te pego y venga con Garcilaso para arriba y para abajo, pero no sólo: también con San Juan de la Cruz y Quevedo. “Polvo serán, mas polvo enamorado”.

Y cultivado. Luego dirán que la literatura no sirve para nada. Urge reivindicar la literatura. Bueno, y el vino de Cebreros.

FUENTE: ZENDA LIBROS