Me asusté enseguida cuando leí que la gente pedía a sus gobernantes más bibliotecas. Sucedió en Madrid, al hilo de los “presupuestos participativos” que el alcaide Almeida ha retomado de su predecesora, la alcaldesa Carmena. Consisten, estos presupuestos, en decirle a la gente que puede decidir cosas en su ciudad, y anotarlas y luego hacerlas o no. En esa disyuntiva (“o”) se cifra la ilusión de la democracia.
El caso es que Eldiario.es tituló alegremente que las gentes de la capital de España pedían a su alcalde “árboles, bibliotecas, carriles bici y bancos” (de los de sentarse). Es una enumeración enternecedora, obviamente. Es, casi, la carta que escribiría uno a los Reyes Magos antes de que sus padres le pidan que escriba la primera carta seria a los Reyes Magos. “Paz, amor y kinder bueno” era la otra opción.
«Si te preguntan si lees, sí, lees mucho; y dónde compra los libros, en librerías pequeñas. Y qué ve en la tele, documentales de La 2»
Sin embargo, antes de ponerme con este artículo he tenido a bien pinchar en la noticia de Eldiario.es, cuyo titular incluye la palabra “bibliotecas” porque 400 personas han votado a favor de una biblioteca en Mar de Cristal. Entiendo entonces que porque para Mar de Cristal cuatrocientas personas (no necesariamente residentes en la zona) quieren una biblioteca, me han asustado afirmando que el pueblo de Madrid (3,2 millones de personas) quiere bibliotecas, muchas.
«He tenido ocasión de ver qué uso le da el madrileño a su fabulosa red de bibliotecas públicas. Es un uso muy alarmante.»
En mis tiempos mozos, también intelectualmente, era capaz de irme a la biblioteca más recóndita de la ciudad (pongamos, la de Fuencarral) sólo porque allí estaba el único ejemplar de un libro que me apetecía leer. Iba hasta allí, lo tomaba en préstamo, y antes de haber recorrido dos estaciones de Metro de vuelta a mi casa en Usera, ya sabía que no iba a leer ese libro, pues dos paradas de Metro habían bastado para darme cuenta de que no me interesaba. Por tanto, pasados unos días, pero no más de treinta, habría de volver a gastar una hora de mi tiempo en devolver a la otra punta de la ciudad ese libro que no me había servido para nada. Y estaba bien ese viaje de la nada a la nada, si hacía que se pasearan los libros.
«Su uso masivo sólo es tal en época de exámenes, cuando los puestos, las sillas, se disputan como escaños del Congreso»
En una biblioteca sita por Diego de León, que acabo de mirar que es justamente la que rebautizaron como David Gistau, y a la que fui en comisión de servicio por un libro cualquiera, pregunté, dado que era mi primera vez allí, dónde estaban las novelas, pues la biblioteca era un laberinto y un presidio, un lío total para manejarse por sus plantas y recovecos, y los chavales de unos 17 años a los que pregunté me dijeron que no lo sabían. Esto fue hace quince años o más, y fue también la primera vez que me di cuenta de la cantidad de gente que no sabe que en las bibliotecas hay libros.
Su uso masivo sólo es tal en época de exámenes, cuando los puestos, las sillas, se disputan como escaños del Congreso, y la gente se enfada si un ordenador o una mochila guardan un asiento durante más de veinte minutos, durante las dos horas que le lleva a un estudiante charlar con otro estudiante en el bar de enfrente de la biblioteca. Fuera de esta función estrictamente subsidiaria (dar habitación propia a gentes que no la tienen o no la tienen tan buena o que, teniéndola, la desprecian en favor del lugar público donde no vigilan los padres sino chicas y chicos de tu edad, no poco agraciados tal vez), a las bibliotecas acude un puñado ridículo, por escaso, de personas, yo entre ellas. De esto hay datos porcentuales en algún sitio, que obviamente me traen sin cuidado aunque me den la razón. La biblioteca, un lugar donde hay del orden de veinte o treinta mil libros gratis, perfectamente disponibles, perfectamente nuevos tanto en su condición material como en su atractivo modal (la “novedad”), no recibe, de facto, ni la visita de los pocos que leen en España, que prefieren comprarse los libros y, supongo, acabárselos amargamente, dado que han pagado por ellos. Todo antes que ir a la biblioteca y probar decenas de libros que no es necesario terminar, porque los libros de la biblioteca no se terminan nunca y, al cabo, dejando no pocos a la mitad, encuentras uno extraordinario.