La novela clásica resiste mejor que la actual y afianza a un lector no estudiante ni filólogo

De los clásicos de la literatura se han dado casi todas las definiciones posibles. “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”, teorizó el italiano Italo Calvino en su ensayo Por qué leer los clásicos. “Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”, sentenció Jorge Luis Borges. “Un clásico es algo que todo el mundo querría haber leído y nadie quiere leer”, ironizó Mark Twain. Con las estadísticas en la mano, estos clásicos ya desaparecidos podrían haber concluido hoy también algo así como: “Clásico es una obra que resiste las crisis mucho mejor que otras, tiene cintura para adaptarse a los cambios en educación —y necesidad de hacerlo— y energía para transformarse y buscar nuevos lectores”. Al menos, en España.

La medida la dan las cifras de la Federación de Gremios de Editores de España(FGEE), que reflejan el comportamiento contrario al que cabría esperarse de unas obras que cada vez se prescriben menos en las escuelas y la Universidad, están tan afectadas como otras por la piratería y arrastran la injusta fama de ser difíciles, rancias, aburridas o las tres cosas a la vez. Frente a la facturación de la novela, que ha caído un 33,8% desde 2008 hasta los 404,80 millones de euros, la novela clásica (hasta finales del siglo XIX) ha experimentado un incremento del 1,03% hasta alcanzar los 37,91 millones en 2016; frente al aumento del 8,4% de los títulos nuevos editados en ese periodo en narrativa (11.317 en total), los grandes maestros pueden exhibir uno porcentualmente muy superior, del 45%, que les sitúa ya en las 1.890 novedades anuales. En ensayo y poesía no hay datos desglosados.

Las cifras, podría aducirse, no son más que cifras, y un fenómeno puntual —digamos la venta de obras de Cervantes en el cuarto centenario de su muerte— podría estar maquillando una realidad muy distinta. Pero no parece que sea el caso. Ahí están, contradiciendo esa tesis, las mesas de novedades, que entre lo último de Paul AusterAlmudena GrandesJavier Marías o Margaret Atwoodexhiben una nueva edición crítica de Doña Perfecta, de Benito Pérez Galdós (Cátedra)Obra escogida, de Walt Whitman (Penguin Clásicos) o El abencerraje(Biblioteca Clásica de la Real Academia Española, RAE). Ahí están representados también todos los formatos, ediciones académicas, artesanales, de bolsillo, adaptaciones para jóvenes, reescrituras… Y ahí está, claro, la opinión de los que saben.

“Nunca se ha editado tanto y tan bien a los antiguos, aunque faltan ediciones bilingües”, asegura Carlos García Gual, catedrático de Filología Griega e impulsor en 1977 de la biblioteca clásica Gredos, con 415 tomos, la más extensa de autores griegos y latinos. “En el dominio de los clásicos españoles hay dos esferas que están muy bien cubiertas”, considera el académico Francisco Rico. “No es por tirar para casa, pero nadie puede discutir que la Biblioteca Clásica de la RAE [que él edita] está en calidad por encima de todo lo que existe desde el punto de vista filológico. Y en textos escolares hay un catálogo bien provisto por las veteranas Castalia y Cátedra. Lo que echo de menos es un libro pensado para los amantes de la literatura, agradablemente impreso, al estilo de los clásicos universales de algunas editoriales”.

La prescripción en la escuela y la Universidad es un ancla en tiempos de crisis pero puede volverse un arma de doble filo

La Biblioteca de Autores Españoles de Manuel Rivadeneyra y Buenaventura Carlos Aribau, primer intento serio de editar con rigor filológico los textos fundamentales de la literatura española, inauguró en 1846 una tradición editora que desde muy temprano exhibió vocación universal —Austral, primera colección de bolsillo, es de 1937—, ha evolucionado con la democratización de la enseñanza y lleva ya años a la caza de un lector que no es estudiante ni filólogo.

“La idea de crear Alba Clásica (1995) fue ante todo la idea de un lector que echaba en falta títulos nunca traducidos, títulos que pedían a gritos una nueva traducción, sin prólogos de profesores o presuntos notables ni más notas a pie que las necesarias, una edición cuidada en concepto, diseño y producción, que no considerara los clásicos como objetos de museo”, explica Luis Magrinyà, director de la colección. “Y eso se lo debemos a Jacobo (Siruela), que fue el primero, en los años ochenta, en recuperar y difundir ese concepto”.

El de los clásicos es un nicho que ha seducido con los años a las grandes editoriales, que han abierto y diversificado colecciones y también “cerrado y transformado otras de alto valor filológico”, según Josune García, directora de Cátedra, que advierte cierta “pérdida de calidad”. Y ha atraído además a pequeños y medianos sellos independientes: AcantiladoNórdica, Impedimenta, Errata Naturae… y otros que fracasaron en el intento de abrirse camino en un segmento de negocio que, a priori, tiene algunas ventajas.

Para empezar, las obras y traducciones clásicas están libres de derechos —vencen entre 70 y 80 años después de la muerte del autor— y ese es un ahorro que quien empieza no desdeña, y menos ahora que las ayudas estatales a la edición están en los huesos —800.000 euros—. Pero es que además, como dice Liliana Pedro, editora de Austral, que ha lanzado colecciones específicas para jóvenes (Intrépida), estudiantes (Educación) y adultos (Singular), “los clásicos nunca pasan de moda”. “Dickens, Conan Doyle o emblemas del terror como Drácula se reimprimen continuamente. No implican tiradas de locura, pero sí garantizan un goteo de ventas”, añade María Casas, directora literaria de DeBolsillo & Penguin Clásicos, que, con 200 títulos en catálogo, está colocando a Jane Austen en supermercados. Estos long sellers son el fondo que toda editorial quiere y que mantiene vivo con nuevas ediciones en las que renueva aportaciones críticas y hace justicia con los autores con nuevas traducciones, muchas veces financiadas por los países de origen. Porque puede ocurrir que las anteriores estén vertidas desde lenguas distintas al original o, simplemente, mal hechas. Alba descubrió al rehacer Historia de dos ciudades, de Dickens, que la censura había suprimido toda alusión negativa a los curas y que el traductor de La historia de Henry Esmond, de W. M. Thackeray, había suprimido párrafos enteros por aburridos y en aras de la brevedad. “Antes era frecuente que se eliminara lo que resultaba difícil de traducir”, explica la traductora del francés María Teresa Gallego. “Sin Internet, las bibliotecas del mundo eran difícilmente accesibles. Captar sutilezas que más que con la lengua tienen que ver con la cultura y las costumbres era complicado”.

«Los clásicos no implican tiradas de locura, pero sí garantizan un goteo de ventas”,  dice María Casas, directora literaria de DeBolsillo & Penguin Clásicos

La escuela y la Universidad, que no la educación, siguen siendo una de las claves que hace de estas obras ilustres long sellers. Para bien y para mal. Son un ancla en tiempos de crisis que, eso sí, puede convertirse en arma de doble filo. En la España de las autonomías, en la España de los vaivenes legislativos en educación que han primado los saberes prácticos sobre la formación humanista y han marginado el latín y el griego en las aulas, la prescripción, en efecto, ha cambiado mucho. Como observa la directora de Cátedra, “se ha territorializado” —como valenciano, Blasco Ibáñez se lee más en la Comunidad Valenciana que en otras regiones— y “actualizado”. “El conocimiento y tráfico de los clásicos en España es menor que en Francia o Italia, donde mantienen su lectura a rajatabla”, incide Sandra Ollo, directora de Acantilado. “Aquí ciertas lecturas obligatorias han desaparecido en favor de otras que se piensan más atractivas para los estudiantes”. Y los resultados no hablan demasiado bien del cambio, a tenor de las palabras de Antonio Guzmán Guerra, catedrático de Filología Griega (UCM). “Los universitarios”, que recurren abusivamente a fotocopias y ediciones anticuadas que circulan por Internet, “por lo general adolecen de un desconocimiento generalizado de los autores clásicos”.

Los chavales siguen leyendo antes de la Facultad Lazarillo de Tormes; La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, o El árbol de la ciencia, de Pío Baroja… Pero también a Eduardo Mendoza o Cristina Fernández Cubas. Y lo que han hecho las editoriales más académicas ha sido ajustar sus catálogos. Cátedra acaba de incluir Soldados de Salamina (2001), de Javier Cercas —entre otras obras contemporáneas—, en Letras Hispánicas junto a obras de Cervantes o Valle-Inclán, de forma que la obra se presenta al lector con el mismo rigor filológico que un clásico, condición que el escritor, antes profesor universitario, se niega a sí mismo. “Un autor vivo no puede ser un clásico”, dice. “Pero tenemos la obligación de apostar por los que pueden llegar a serlo, porque precisamente a base de esas respuestas hay libros que se convierten en clásicos”.

Cercas cree que si “en este país hay buenas colecciones de clásicos y buenos filólogos” es a pesar de las instituciones. “El poder no les ayuda nada, sobre todo debido a que teme a la gran literatura; con toda la razón: el poder quiere ciudadanos sumisos, y la gran literatura enseña insumisión”.

La llamada de atención no es baladí. En un país en el que el 40% de la población no lee y en el que solo 2 de cada 10 dicen haber completado el Quijote (CIS, 2015), la estabilidad en educación y la inversión en cultura no son capricho, sino necesidad. Y España ha desinvertido. En el sector del libro, que representó en 2014 el 0,9% del PIB, el gasto liquidado se redujo durante la crisis un 66% en la Administración del Estado, hasta los 5,25 millones, y un 73% en las autonomías, hasta los 11,8 millones, dejando heridos, entre otros, los fondos de las bibliotecas. Ifla/Unesco establece que debe haber libro y medio y un gasto de 1,5 euros por habitante y año. España los rozó en 2012 y está hoy en 56 céntimos. “La situación de las bibliotecas nos ha afectado mucho”, dice Casas. “Ha tenido un impacto negativo de unos 1.000/1.500 ejemplares por libro”. Y eso para los clásicos y sus modestas tiradas es la ruina.

Dice Nuccio Ordine, como recuerda García Gual, que la batalla de las humanidades se ha perdido a nivel general, que hay que defenderse a nivel individual. Muchas editoriales se han sumado a la barricada de los clásicos. ¿Y usted?

FUENTE: EL PAIS