Otro veintiuno de diciembre, el de 1940, hace hoy ochenta y dos años, Sheila Graham —gacetillera de la agencia North American News Paper Alliance, quien, con su columna de chismes y maledicencias, Hollywood Today, se jacta de hacer y deshacer filmografías en La Meca del cine— regresa sobresaltada a su apartamento. Le acompaña Harry Culver —el administrador del edificio, sito en la avenida de North Hayworth de Hollywood—, quien la aparta con delicadeza, pero a la vez con decisión, para abrirse paso hasta el cuerpo que yace inerte sobre el suelo.
“Me temo que está muerto”, comenta Culver a Sheila, cariacontecido, admitiendo lo que ambos se temían.
Todo un capítulo de la historia de la literatura estadounidense se acaba de cerrar. El ya cadáver no es otro que Francis Scott Fitzgerald, el narrador por excelencia de los felices años 20, la Era del Jazz, acaba de ascender a la gloria, al panteón de la literatura universal.
La noche anterior, Shirley y él asistieron al estreno de Esa cosa llamada amor (Alexander Hill, 1940). Al acabar la proyección, ya saliendo de la sala, el escritor sufrió un mareo, poniéndose en evidencia. “Se imaginan que estoy borracho”, comentó entonces, angustiado, a Graham. Lo imaginasen o no, él ya sabía de ese punto en que los borrachos dejan de hacer gracia y empiezan a resultar sumamente molestos a los serenos.
«Se prometieron y el futuro autor de El gran Gatsby, licenciado de sus obligaciones militares, regresó a Nueva York. Se disponía a ganar lo suficiente para casarse con Zelda»
Empezó a beber —contarán sus biografías— en sus días de estudiante, allá en el campus de Princeton. Probablemente fue antes: los llamados a matarse bebiendo empiezan a hacerlo en la adolescencia, recién sale al encuentro la vida. Lo malo fue cuando comenzó a beber con Zelda Sayre, la flapper por excelencia. Zelda, además de su esposa, fue el gran amor de su vida, aunque el autor haya muerto en casa de Shirley Graham, su amante durante los últimos tres años. Además de su amor, y el prototipo de las jóvenes “doradas” de sus novelas, su esposa siempre fue su acicate, la turbina de su obra y de su vida.
Cuando se conocieron, el futuro cronista de los años 20 era un subteniente que esperaba ser enviado a las trincheras de Francia; ella, la hija de un juez del tribunal supremo de Alabama, como el joven Anthony Patch y la frívola y bella Gloria Gilbert en Hermosos y malditos (1922), la segunda de las novelas publicadas por el ya finado, aunque cualquier parecido con la realidad sea pura coincidencia. Y la Gran Guerra acabó sin que el escritor —aún en ciernes, aunque apuntaba maneras desde esa edad en que empiezan a beber quienes se van a matar bebiendo— llegase a pisar el frente. Se prometieron y el futuro autor de El gran Gatsby, licenciado de sus obligaciones militares, regresó a Nueva York. Se disponía a ganar lo suficiente para casarse con ella. Y ya ganaba mucho cuando a Zelda no le pareció bastante y rompió el compromiso.
Sus relatos suelen obedecer a los mismos temas de las novelas. Es en uno de estos relatos, El muchacho rico (1926), donde Fitzgerald explica más claramente lo que le inspiran los más adinerados: “Son diferentes de vosotros y de mí”. Desde Balzac, pocos habían idealizado el dinero con la pasión del finado. Sin embargo, todo su arribismo se redime ante el lirismo con que nos habla de la fugacidad de la opulencia. Gatsby muere porque su asesino le confunde con Buchanan y la era del jazz se vendrá abajo tras el Crac del 29.
En Años inolvidables (1966), John Dos Passos prefiere recordar a su amigo Francis Scott Fitzgerald “luchando contra la adversidad con una determinación que me parecía admirable. Estaba tratando de educar a Scottie [la hija que tuvo con Zelda], hacer todo lo posible por Zelda, moderarse con el uso del alcohol y seguir enviando historias a las revistas para hacer frente a todos los gastos de los tratamientos de Zelda».
Ese día como hoy, pero de hace ochenta y dos años, la humanidad vivió uno de sus momentos estelares porque ascendió a la gloria eterna uno de sus mejores escritores. La botella fue la causa del infarto agudo de miocardio que le llevó al hoyo. Pero el autor había muerto a manos de su personaje. Así se escribe la historia.