En 2018, el tebeo español ha dado títulos que suman a su gran calidad la búsqueda de nuevos espacios formales y narrativos
o es tarea fácil lo de hacer listas del año, nunca lo es, pero me atrevo a apuntar que este año la cosa es especialmente arriesgada porque, aunque exista un amplio y lógico consenso en señalar la magistral Lo que más me gusta son los monstruos, de Emil Ferris (Reservoir Books), como la mejor obra del año, completar la lista se hace imposible en el limitado espacio de este artículo. Y, en ingenua decisión, se puede pensar que restringir la lista a los tebeos patrios puede ayudar, pero se tarda poco en comprobar que apenas resuelve el problema: la producción nacional ha sido este año espectacular, con una afortunada coincidencia de veteranía y juventud que claramente se retroalimenta para bien de los lectores.

Ejemplos de la primera tenemos muchos, pero nada mejor que comenzar con la brillante reflexión sobre el lenguaje de la historieta que plantea Impertérrito, de Silvestre (Reino de Cordelia). El alias más vanguardista de Federico del Barrio (formado en las páginas de la revista Madriz con recordadas historias que la misma editorial ha recuperado en la indispensable Tiempo que dura esta claridad) vuelve para recuperar el discurso que inició con la ya avanzada Simple (Edicions de Ponent) y proseguir ese camino que analiza los límites de la narración gráfica para encontrar apasionantes lugares ignotos que explorar.
Otro compañero suyo de aquellas páginas, Raúl, regresa también gracias a la editorial Dibbuks con La tierra sin mal, una apasionante inmersión por las imágenes que recorre los trazos estáticos para encontrar historias ocultas que cobran vida propia y se independizan. Experimentación formal que una generación de jóvenes autoras ha sabido prolongar hoy hacia nuevos espacios donde la narratividad tradicional del cómic se deja de lado para adentrarse en un nuevo paradigma, que se arremolina alrededor del concepto de “poesía gráfica”. María Medem lo explora en Cenit (Apa Apa Cómics), jugando con el cromatismo y el trazo para generar ritmos visuales, transformando la página en un mandala hipnótico que, paradójicamente, no renuncia a esconder un thriller casi canónico.
Begoña García-Alén y Juan Fernández Navazas certifican las posibilidades de este nuevo discurso con Nueva Mística de Vigo (autoedición), enfrentando la poesía de la palabra con la del dibujo en un diálogo que seduce la vista del lector provocando extrañas pero sugestivas sensaciones. Un concepto que ha atraído la atención de Max, que con Rey Carbón (La Cúpula) se traslada a los tiempos de Plinio para encontrar el origen del dibujo y, de paso, experimentar y reflexionar sobre el sentido de la narración dibujada con esa ironía discreta que ha caracterizado siempre al autor.


Y todo esto es tan solo una ínfima muestra de lo que ha sido el año…