«No hay explicación de lo real ni relato de calado de la actualidad que se resista a la eficacia estimulante de la buena literatura». Un artículo de Pablo Luque Pinilla.

os que nos dedicamos a la poesía, sembrando versos o labrando párrafos como parterres líricos, sabemos que la inspiración acontece a ráfagas. Que estas deben aprovecharse como la tierra aprovecha las precipitaciones para empapar la hierba y dar de beber a las plantas. Nuestra carne es una fronda sedienta de palabras que descifren el mundo. Para recoger el agua de la que se nutre, necesitamos encauzarla hasta la arena del folio, y eso solo sucede cuando ese recolector de nubes en que se convierte el poeta actúa armado con la égida y el rayo del lenguaje como un dios Zeus que somete el teclado y transforma las ideas en espuma de metáforas. A eso ayuda la insistencia en una rutina de trabajo, qué duda cabe. Porque, al final, como los jardines de la lluvia, requerimos de sucesivas capas de escritura para que madure el fruto de nuestro desempeño. Este se desarrolla, así, a fuerza de acumular tentativas que logren el milagro de un nuevo ser completo y acabado en forma de texto, de poema, de lo que sea. En él, cada gota ocupa su lugar, como en el mar cada corriente canaliza un arrebato, una emoción o una sorpresa por la belleza del mundo. Esto lo sabe bien el maestro Antonio López, quien no tiene reparos en pintar sobre lo ya pintado en el cuadro, tapando el previo avance cuando así se hace preciso, porque, como se dice en el argot pictórico, eso hace «cama»; o Alberto Guerrero, para quien sus cuadros son como la identidad del hombre, formada por estratos de distintas realidades, unas visibles y otras ocultas. Es por esto por lo que, a menudo, me he referido a la escritura de poemas como a un acto de composición más que de escritura propiamente dicha. En este escenario, por otro lado, resulta fácil reconocer a los vates de raza. A los artistas que proyectan creaciones insólitas y luminosas en el cristal de los ojos lectores, en contraste con los amanuenses que se limitan a reproducir la música desgastada de algún repertorio propio o ajeno.

Decía Gerardo Diego que la labor del periodista es la de ser un «cantor de lo cotidiano». Un trovador de la actualidad cuya misión es ponerle música a los hechos con piezas que nos hablen de lo que nos pasa. En este sentido, su actividad se vincula con la del poeta, solo que aunando literatura y sucesos. Asimismo, defendía Aristóteles que para hacerse entender bien debe mediar el arte de la palabra, porque, qué duda cabe, se comunica mejor a partir de un texto bien escrito. Por este camino, llegamos al menú de la literatura al servicio de la explicación persuasiva de los acontecimientos, las encrucijadas de la actualidad y, por qué no, las claves antropológicas de cada momento. Guiso deseable también en el informador, si bien solo garantizado por esa otra estirpe de periodistas ―o de poetas en prosa― que es la de los columnistas. O, mejor dicho, la de los columnistas literarios. Porque, si el columnista no escribe con arte o cobardea demasiado en la trinchera de las ideas por miedo al barro del estilo y las posteriores reacciones del siempre sabio y exigente lector, podrá hablar de cuestiones más o menos elevadas ―¿acaso no está todo ya recogido en los anaqueles de la creación?―, tener más o menos éxito ―¿de verdad es tan necesaria la aprobación sin fisuras de los demás?―, pero al que esto escribe, al menos, no le interesa. De hecho, lo último que estaría dispuesto a perder en este oficio de amasar el pan de las letras es la satisfacción íntima que supone exponerse en cada escrito con el ropaje propio de la palabra poética.

No lo olvidemos, no hay explicación de lo real ni relato de calado de la actualidad que se resista a la eficacia estimulante de la buena literatura. Como en tantas cosas ―pienso en el sexo, por ejemplo― cualquier encuentro humano ―y la comunicación no deja de ser un síntoma de que este tiene lugar― se inicia siempre con una buena conversación, en la que el lenguaje es la llave que anima todas las sonrisas.


Pablo Luque Pinilla (Madrid, 1971) es autor de los poemarios Cero (2014), SFO (2013) y Los ojos de tu nombre (2004), así como de la antología Avanti: poetas españoles de entresiglos XX-XXI (2009). Ha publicado poemas, críticas, estudios, artículos y entrevistas en diversos medios españoles y ediciones bilingües italianas y el poemario bilingüe inglés-español SFO: pictures and poetry about San Francisco en Tolsun Books (2019). Asimismo, fue el creador y director de la revista de poesía Ibi Oculus y junto a otros escritores fundó y dirigió la tertulia Esmirna. Participa de la poesía a través de encuentros y recitales, habiendo intervenido, entre otros, en el festival de poesía Amobologna, que organiza el Centro de Poesía Contemporánea de la Universidad de Bolonia; el festival poético hispano-irlandés The Well, que se celebra en Madrid; o el ciclo El Latido, que organizara el Instituto Cervantes de Roma.

FUENTE: EL CUADERNO DIGITAL