Diez años después de su muerte, Ángel González (1925-2008) sigue vivo. Murió de lo que solo un poeta como él puede morir: de lo mucho que tenía vivido, que tenía amado, de lo mucho que había sabido apurar los venenos y los placeres del tiempo. Fue tan vital que no solo vivió una vez, sino muchas. Para dibujar su retrato, por eso, hay que ir no solo al fondo de su biografía sino también a sus palabras, a sus poemas y a sus reflexiones.

Ángel González fue siempre ese poeta al que uno le gusta encontrar: desacralizador, divertido y lúcido. Sabía que un hombre melancólico como él tenía que hacer divertida su vida; y sabía que un poeta de su estirpe no podía hacer poesía que no dibujara una sonrisa en los labios del lector. Sin esperanza, con convencimiento, así podía resumirse su biografía, como el título de uno de sus libros mayores.

Una obra en pie

Vivió sin padre desde los dieciocho meses, pero pasó su infancia rodeado de mujeres que lo cuidaron. En la guerra y postguerra estuvo en el bando de los perdedores, con muerto familiar y exilio de por medio. Fue maestro brevemente, funcionario y profesor universitario en Albuquerque. Le gustó por encima de todo la amistad, que supo atender con esa generosidad que imprimía siempre a los asuntos importantes. Fue, como quiso Cervantes, un escritor educado en la conversación de las tabernas y de las madrugadas.

Epílogo

Me arrepiento de tanta inútil queja,
.de tanta
lamentación improcedente.
Son las reglas del juego inapelables
y justifican toda, cualquier pérdida.
Ahora
sólo lo inesperado o lo imposible
podría hacerme llorar:
una resurrección, ninguna muerte.

Diez años después de su muerte, los amigos, los lectores y los jóvenes poetas lo siguen manteniendo en pie. Se acercan a esa palabra que siempre fue íntima, como un secreto dicho en voz baja, como una confidencia que alguien te susurra al oído. También a esa palabra clara, pero de esa claridad engañosa aprendida en la difícil facilidad, en la transparencia sin fondo. Tal vez los jóvenes lo amen tanto porque su poesía siempre estuvo tocada por el encanto que solo poseen los grandes. Encanto quiere decir emoción, esa forma de energía sentimental que pasa de las palabras a la mente.

Ángel González, educado a pie de calle, con acusada y familiar conciencia civil, nunca volvió abstractos los sentimientos, hizo del poema una experiencia identificable, próxima, que cualquiera de nosotros podía compartir. Concibió el poema como un territorio común, como un lugar de encuentro, ese donde revivir todas las memorias de la vida. Por eso se alejó de todo aquello que supusiera un estilo artificioso y excesivo. Le gustaba la naturalidad y fingía, como los poetas medievales o los románticos, un lenguaje conversacional, un lirismo pretendidamente empobrecido.

Juzgó el mundo y se juzgó a sí mismo desde la ironía. Con ella a cuestas, se alejó de los esencialismos, las transcendencias e intentó que el caos de vivir, de escribir se mantuviera en un margen de normalidad. La ironía le permitió siempre divertirse consigo mismo y con el mundo, es decir, divertirse con sus defectos. Su realismo irónico no es solo una manipulación de la realidad sino una parodia. En cierto modo fue un escritor de parodias, como Herbert dijo de sí mismo. Como lo fue Pere Quart o incluso Auden. En sus poemas hay una manipulación irónica de las convenciones, una dimensión crítica. Y por supuesto un profundo sentido del humor. La crítica y el sentido del humor en él nunca son malhumorados o regañones, como en Unamuno, pero continúan con esa tradición tan española del humor negro, absurdo y disparatado, quizá hasta surreal.

El paso del tiempo

En la poesía española es, como Antonio Machado, un poeta del tiempo, es decir, de la evocación, el drama familiar, el amor, el erotismo. A menudo, se queja, protesta, muestra su inconformismo, y después se repliega y deja aparecer sobre todo su vena escéptica. Alguna vez escribió que lo que le producía mayor desazón era el paso del tiempo: «La percepción del paso del tiempo me produce mayor desazón que mi propia muerte».

Hoy hace diez años que pasó a vivir otra vida. Jorge Manrique diría que es la vida de la fama, Leopardi diría que solo es la vida de un puñado de tierra. A un vitalista como él, que hizo de los sentimientos algo intenso, fuente y origen de toda rebelión, es imposible que la muerte se lo llevara hace ahora diez años. La vida no era una tentativa de amar. Era el único intento. Lo seguirá aprovechando alguna madrugada.